La literatura de Brenda Navarro exige algo más que interés lector. Sus tramas, atravesadas por un realismo despiadado, se parecen mucho a esas heridas pequeñísimas que, no obstante, diseminan el efecto de su dolor al resto del cuerpo por vía de la persistencia.
Quizá la expresión “violencia sutil” se aproxime a una descripción precisa del estremecimiento que me han provocado sus dos novelas publicadas a la fecha: Casas vacías (2019) y Ceniza en la boca (2022), ambas disponibles en español gracias a la editorial Sexto Piso.
La literatura de Brenda Navarro exige, pues, tener la piel gruesa. Cuando le cuento esta valoración mía, ella apenas entrecierra los ojos en un gesto que —adivino— ha tocado alguna fibra. Su respuesta me lo confirma: “Cuando me dices estas cosas, pienso qué clase de monstruo soy”, bromea, aunque de inmediato se recompone en un tono más grave: “Yo creo que no escribo cosas violentas o tan dolorosas. Me gustaría muchísimo tener la capacidad de reírme con el lenguaje, de ser más ligera y, además, tener la posibilidad de generar risas incómodas. Creo que todavía no lo logro”.
Esta discrepancia de apreciaciones no es novedosa. El año pasado, el diario argentino Página 12 dijo que sus narradoras están “atrapadas en su propia neurosis, presas de un frenesí mental que las convierte, por momentos, en personas detestables”. Por otra parte, en The Guardian, al escribir sobre la versión anglosajona de Casas vacías, Anthony Cummins remarcó que se trata de un retrato de la crueldad que no es cruel en sí mismo. “De hecho, de manera desafiante, está lleno de empatía”.
Son pocas las plumas que alcanzan tanto reconocimiento con apenas un par de libros en las estanterías. Sus novelas han sido traducidas a una decena de lenguas y han recibido premios internacionales. Cuando se publicó Casas vacías, Fernanda Melchor —autora de esa otra gema de nuestras letras, Temporada de Huracanes—, nombró a Navarro “uno de los secretos mejor guardados de las letras mexicanas”. Media década más tarde, la única objeción que prevalece a esa máxima es que Brenda ya no es un secreto.
Navarro, nacida en la Ciudad de México en 1982, ha residido en Madrid desde hace algunos años. Ahora tiene un documento de identidad español que la acredita como ciudadana. Gracias a ello participó en la FIL 2024 —donde transcurrió esta charla— como parte de la delegación española y no como invitada mexicana. Además de su relación con el éxito y la tensión entre activismo y literatura, este asunto —la identidad, el sentido de pertenencia, la distancia con el terruño— fue uno de los pilares de nuestra conversación.
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Nuestra última plática ocurrió en el marco de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, donde tu novela Ceniza en la boca era una de las contendientes. Desde entonces, ¿qué ha sucedido contigo y con tu literatura?
He estado viajando muchísimo. Ceniza en la boca me ha hecho viajar desde el día uno y no he parado, porque incluso ahora seguimos hablando de este libro. He estado reflexionando mucho sobre lo que estoy haciendo en mi rol de escritora, pero también sobre cómo escribo y por qué lo hago. Me he dado cuenta de que necesitaba obligarme a guardar silencio, a dejar de hacer tantas cosas y a aprender a escuchar otra vez. Es muy fácil engolosinarse con lo que estás diciendo. Ha sido un ejercicio de introspección.
Además de viajar, has tenido contacto con lectorxs de diferentes idiomas gracias a las traducciones. ¿Cómo ha sido esa experiencia?
Es parte de aprender a escuchar. En español tengo un discurso ya bastante bien armado y me siento muy cómoda, pero al cambiar al inglés me siento como una adolescente. Es como si tuviera que reaprender a escucharme y a escuchar lo que los demás me están diciendo. Es un gran aprendizaje; me ha obligado a ser mucho más consciente del lenguaje, a encontrar la palabra adecuada con un vocabulario más limitado. En español podría usar muchas palabras para expresarme, pero en inglés debo ser más precisa.
Casas vacías y Ceniza en la boca han tenido un éxito impresionante con la crítica, la prensa y, sobre todo, con lxs lectorxs. ¿Imaginaste la proyección que lograrías?
¡No creía que iba a haber ningún tipo de proyección! Cuando publiqué Casas vacías en PDF, pensé que con las dos reseñas que salieron en México yo habría terminado el ciclo. Incluso llegué a decir en una entrevista que tal vez no seguiría escribiendo porque tenía un trabajo completo y otras prioridades. Pero fueron las lectoras quienes pidieron una versión impresa. Al principio pensé: “Bueno, ya tienen el PDF, ¿qué más quieren?”. Fue una decisión muy importante de la que no fui consciente. Desde 2019 no he parado de ejercer profesionalmente este rol.
Tus novelas se sienten como un golpe en el rostro. Ofrecen una experiencia compleja: disfrutar de la lectura mientras se padece emocionalmente. ¿Cómo te sientes respecto a los temas que exploras y esa sensación que generas en los lectores?
A veces me pregunto si lo que escribo es tan violento o doloroso como dicen. Me ha tocado tratar de entender el mundo desde su lado más difícil, pero también me gustaría tener la capacidad de reírme con el lenguaje, de ser mucho más ligera y generar risas. No risas placenteras, sino risas incómodas. Me encantaría lograr que mis novelas no solo hagan padecer, como dices, sino que también permitan desplazar el dolor a través del humor, porque cuando logramos hacer una broma sobre algo que nos ha dañado, significa que hemos llegado a otro lugar emocional.
Desde hace tiempo vives en España. ¿Cómo ha influido la distancia en tu escritura, especialmente considerando que Ceniza en la boca ocurre en parte en España y en parte en México?
Sinceramente, creo que soy otra persona. A veces siento que ya no sé hablar en “mexicano” como antes, lo cual me genera conflicto. Estoy segurísima de que las nuevas generaciones en México, si me escuchan, me dirán que mi español es totalmente anacrónico. Eso me genera conflicto, porque por supuesto que no quiero perder ese vocabulario precioso que tenemos en México, pero ya no sé utilizarlo adecuadamente. Eso me confronta a la hora de crear literatura. Creo que ya no voy a poder escribir sobre México hasta que vuelva a vivir allí. De lo contrario, podría ser injusto con la realidad. Además, tengo que defender que la violencia que sucede en México es la misma que sucede en Europa, pero siento que ya no tengo las herramientas sociológicas para poder expresar eso. Sí sé de qué quiero escribir, pero ¿desde qué posición lo voy a hacer? ¿Como española? ¿Como mexicana? ¿Con un acento neutro? En España defiendo mucho que soy española, aunque aquí parezca traición, porque la conversación que está sucediendo allá es que sólo los españoles de cepa pueden vivir en España con un estado de bienestar. Lo que trato de hacer como persona migrante es decir: “no, también las personas no blancas, las personas que no hemos nacido aquí, pero que estamos generando cultura, pagando impuestos y enriqueciendo su país, somos españolas. Es una gran contradicción, pero es parte de lo que está sucediendo.
A propósito de la tensión entre el activismo y la literatura, tus libros visibilizan temas sociales, pero no son panfletarios. ¿Cómo logras ese equilibrio?
Soy consciente de ello porque siempre estoy peleándome con el mundo. Y sé que lo hago desde una posición política. Siempre estoy cuestionándome mi rol como escritora, mis responsabilidades, de qué modo trato de ser ética con mis decisiones personales o profesionales. Cada decisión que tomamos es política, desde las relaciones que establecemos o lo que comemos hasta las historias que contamos. Cuando creo un personaje, pienso en su humanidad, en sus capas, en su contexto social y político. Aunque intento alejarlos de mi propia perspectiva, inevitablemente quedan atisbos de mi posición política. Construir personajes humanos implica pensar en su clase social, sus sentimientos y su visión del mundo, y eso siempre está conectado con lo político.
Sergio Ramírez, en el contexto de su exilio, ha dicho que mientras tenga memoria e imaginación, su país siempre estará con él. ¿Cómo te sientes respecto a esa idea?
Cuando me mudé a España regalé mi biblioteca, y me arrepiento terriblemente de eso, pero conservé Los hijos de Sánchez (de Oscar Lewis). Este libro fue muy importante cuando me estaba formando como lectora, porque me recuerda de dónde vengo y por qué empecé a escribir. Me devuelve a mi posición política. Para mí lo más importante es recordar que escribí Casas vacías porque quería hacerme saber que por medio de las palabras podía existir en el mundo. Cuando estábamos en esta mal llamada guerra contra las drogas, nos hacían sentir que no éramos ciudadanos, que podíamos desaparecer, que éramos totalmente vulnerables. La literatura me sirvió para entender que había algo que podía dejar de forma tangente en el mundo: el lenguaje. Eso es maravilloso, pero engolosinante, de modo que tengo que volver a decir: “vengo de una familia trabajadora y de un país que está sufriendo mucho. Y me estoy formando en otro país que también tiene sus propias dolencias, pero que me ha ayudado a tener un crisol de posturas políticas mucho más moderadas.
Has hablado de no querer ser escritora toda la vida. ¿Qué significa eso para ti?
Escribir es un rol que puede desaparecer en cualquier momento, y eso está bien. No todo lo que escribo tiene que ser publicado. Por ejemplo, he escrito novelas que he decidido no publicar porque no sentía que fuera el momento adecuado. Lo importante para mí es preservar el acto de crear, jugar con el lenguaje y recordar que ser escritora es solo una parte de mi vida.
Tus dos novelas, aunque diferentes, parecen formar un mismo universo emocional. ¿Piensas seguir explorando esa línea o te diriges hacia otros lugares?
Esa es la gran pregunta que me hago todo el tiempo. Algunas personas sostienen que estas novelas son parte de una trilogía para el mundo. La lógica del mercado va a estar buscando que así sea. Para mí es muy fuerte, porque no sé si estoy haciendo una trilogía o no. Pero de pronto pienso que ese ya no es mi problema. Mi trabajo termina cuando escribo, y lo demás, como las entrevistas o las estrategias editoriales, son cosas aparte.
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