Con la publicación de Malacría (Sexto Piso, 2025), Elisa Díaz Castelo se integra a una cofradía de polígrafas admirables. Con encomiable fruición, Rosario Castellanos y Elena Garro exploraron, entre otros géneros, la poesía, el ensayo, la narrativa breve y la novela. A Díaz Castelo, esta última se le había negado en la escritura, aunque no en la lectura: “Desde muy chica fui una lectora asidua de novelas. Las leía obsesivamente porque me parecían una forma envolvente, que me permitía habitar mundos paralelos al propio”.
Más allá de la coincidencia anecdótica, el comentario sobre estos dos portentos de la literatura mexicana viene a cuento porque hoy estamos en el Centro Cultural Elena Garro, en el corazón de Coyoacán. Para romper el hielo, le pregunto a Elisa sobre su afinidad con la autora de Los recuerdos del porvenir.
“Elena Garro me fascina, especialmente La semana de colores. Me parece una maravilla absoluta. Me vuela la cabeza cómo es capaz de habitar esa lógica peculiar de la infancia. Y sí, ha alimentado mi escritura, sin duda alguna”.
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Elisa Díaz Castelo es conocida sobre todo como poeta —ha ganado premios importantes gracias a esa labor—, pero ahora, después de un par de aproximaciones infructuosas, escribió una novela. Me provoca curiosidad saber si cerrar ese círculo —poesía, ensayo, cuento, novela— es alguna suerte de destino en su proyecto literario.
“No lo busqué de forma consciente. Me gusta concebir la literatura más allá de los géneros, porque no existen como formas puras. Son artificios que hemos ido creando y solidificando a lo largo de muchos siglos. Me gustan mucho los textos híbridos. Por eso soy muy fanática de Anne Carson, por ejemplo. Puede tener una novela en verso o un ensayo-collage que a la vez es un réquiem por el hermano muerto. Me interesa la literatura como una búsqueda porosa que puede ir hacia lo poético, hacia la imagen, el ritmo o la historia. En mi poesía también he integrado elementos narrativos. Y ahora en la narrativa hago lo opuesto. A veces digo que esta novela es un pretexto para incluir poemas de contrabando”.
La trama de Malacría es intergeneracional. Se sostiene en tres personajes: Ele (hija), Perla (madre) y Cecilia (abuela). Lo natural sería encontrarse con una novela estructurada en torno a estos pilares. No obstante, la destreza de Elisa —es aquí donde pesan todas esas novelas leídas en la adolescencia— le ha permitido dar forma a un libro edificado sobre las ausencias. Lo sabemos desde la página uno: Cecilia, nos informa la narradora, tiene “el mal tino de morirse en el cumpleaños de su única hija”. Páginas más adelante, Perla también desaparecerá. El suyo será un acto de escapismo, una huida que detonará el porvenir de la novela.
Antes de morir, Cecilia atravesó una larga y compleja degradación mental. La epilepsia y la demencia progresiva se manifestaban en forma de confusiones, silencios y alucinaciones olfativas. Su deterioro, no obstante, sucedió con una inusual combinación de ternura, distancia y desconcierto.
¿Qué desafíos entraña esta aparente contradicción —construir algo sobre un cimiento inexistente—?
Para Elisa, la ausencia es una forma de la presencia. Tiene un peso específico tan determinante como la proximidad. “En la literatura mexicana ha sido recurrente el tema del padre ausente, muchas veces abordado como una búsqueda muy literal”, explica la autora. “En Malacría quise preguntarme por otra clase de ausencia: no solo la desaparición física de Perla, sino una ausencia más profunda, que sucede cuando las cosas permanecen en silencio, cuando ciertos secretos no se comparten”. De modo que la novela progresa en dos direcciones simultáneas: al buscar a su madre, Ele explora también el pasado familiar y descubre, con pasmo, las cicatrices que ha heredado.
Díaz Castelo interpreta esta circunstancia a través de una cita de Faulkner: “El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado”. ¿De qué manera nos determina ese legado identitario? La narradora indaga: “Quería revelar cómo las historias silenciadas también dan forma a quienes somos, aunque no las conozcamos del todo”.
Tenía razón Cristina Peri Rossi cuando dijo que la memoria es modificación.
Hay un contrapunto indispensable en la novela: Jenny, novia de Perla y aliada improbable de Ele en la búsqueda. Es al mismo tiempo un ancla y la personificación del caos, un personaje que permite que la novela se sustraiga de cualquier exceso de solemnidad. Sus obsesiones y manías exasperan a Ele, pero también la acercan a un entendimiento más amplio sobre las relaciones femeninas, un tema clave para Díaz Castelo. “Quería explorar los vínculos entre mujeres fuera del ámbito masculino. Preguntarme por esos espacios de amistad, amor y sororidad que existen más allá del hombre ausente”, señala la autora.
En un ensayo titulado Usos de lo erótico: lo erótico como poder, Audre Lorde sugiere que el gozo puede ser una forma encarnada y profunda del conocimiento propio. Una noción similar se asoma en Malacría, donde es recurrente la experiencia del mundo a través del cuerpo (como en casi toda la literatura de Elisa). La propia Ele, en un gesto recurrente, se muerde el interior de la mejilla hasta hacerla sangrar. Eso le otorga a la novela una pátina densa parecida al óxido. Un recordatorio metálico de las violencias apenas visibles que condicionan la identidad y la relación de las tres mujeres. “Aprender a habitar el cuerpo desde el gozo —dice Díaz Castelo— es una tarea para toda la vida”.
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